Para Elizabeth Chorubczyk, in memoriam.
Poner el mundo en palabras y ayudar a la memoria, sí, eso y un poco más, quizás. Procesar el mundo en palabras y dejar registro, más bien, digerir el mundo como pequeñas partículas, como nutrientes ordenados desde un plato blanco como una hoja. Masticar palabras y tragar, de nuevo, y así, hasta que todo lo de afuera nos sea de una vez propio: Sustancia, cuerpo, materia ordenada por sintagmas, por tiempos verbales y conjugaciones irregulares, por toda esa morfología que nos refleja los contornos, la espalda y los espejismos.
Escribir, en fin, eso, me sucede como una huella necesaria de mi propio metabolismo, el extralímite material del pensamiento y la idea que gota a gota me rebalsan, en el centro de aquella otra ansiedad inevitable por plasmar lo intangible. Escribir, ahora mismo, desconociendo la ausencia que me espera como un resorte en la almohada, la noticia ya a esta altura inevitable y la parálisis que provocan el espanto y el acontecimiento rotundo.
Entonces el silencio, la falta de palabras y la desnutrición en el espejo condicionado por la brevedad de las biografías. ¿Cómo romper la lengua sin habla y sin contradicciones? ¿Cómo provocar la náusea hasta el extremo del vértigo sin recaer en la bulimia de los gritos que me nacen en la boca del estómago? ¿Acaso el llanto resulta el significante preciso, el homónimo extraverbal de la angustia?
Deberé atar bien mis cuerdas deshaciendo los nudos de la incoherencia explícita del mundo que esta noche, me arrebata sin sentido la imagen acústica del tiempo y me deja hecho un reguero de nociones vagas cementadas en el piso. Deberé asimilar los contextos físicos como piedras ausentes y sentarme ahí, sedimentado en el medio de la traza que me marca indeleble como una lengua primitiva. Deberé aprender los fonos con un nuevo alfabeto, inventar un abecedario definitivo como muelas de juicio, y luego sí, escribir, y todo eso.
Buenos Aires, 26 de marzo / 23 de abril de 2014
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