Invernar

Debo confesar que me gusta el frío, como casi todo nativo del trópico que aprecia cualquier temperatura por debajo de los 20 °C (cosa rara en mi isla querida). Y este es mi décimo invierno en la Argentina, y la Patagonia (que debo reconocer sólo he conocido en verano) es uno de mis lugares en el mundo. 

Incluso hace unos años parte de mi rutina fue durante un tiempo soportar estoicamente sistemáticos madrugones en la parada del 60 en Panamericana y San Martín (los cubanos imagínense esperar una guagua a las 5 de la mañana con 0° de temperatura y el vientito descampado de la ochovía a la altura de la CUJAE, por poner un ejemplo). 

Me gustan los abrigos largos, las bufandas, los gorros y los guantes. Disfruto incluso del vapor helado propio y de bocas ajenas que se exhalan como nubes de aliento.

Sin embargo este año las estufas se han entibiado sospechosamente, el agua caliente sale apenas templada  y los abrigos son una tela endeble y finita por donde circula el aire como hilos de viento polar presurizado.

No sabría decir si es la sorpresa o el ímpetu de su llegada, a pesar de de los preavisos de éste otoño, pero hay algo en este invierno que no me banco.

Y prefiero no saber.



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